5 de julio de 2024

El espacio

En el catolicismo, usamos una misma palabra, Iglesia, para hablar de dos realidades: la comunidad de fieles y el edificio que la alberga. Esto no es casualidad: los primeros lugares de reunión de los cristianos se llamaban domus ecclesiae, o sea, casa de la asamblea. Es así que nuestros templos (las iglesias) son signos materiales de la comunidad (la Iglesia). La razón de ser de ambas realidades es la liturgia—el culto a Dios.

Nuestros templos tienen como propósitos acoger a la comunidad, ser signo visible de su fe y, sobre todo, orientar la liturgia, o sea, darle un orden espacial. Una iglesia es, fundamentalmente, una congregación reunida en torno a un altar, en el que se da culto a Dios. Si no hay un altar, no es Iglesia. Anteriormente hemos hablado sobre el profundo simbolismo del altar (es mucho más que una mesa) y cómo se consagra para poder realizarse, en él, la liturgia (cf. Revista Ven y Sígueme, septiembre 2020).

Esta es la razón por la que la Iglesia no recomienda realizar bodas en la playa. El espacio de la liturgia es un espacio sagrado, esto es, separado del resto del mundo. Entrar en una iglesia es entrar en la casa de Dios, que también es la nuestra. Si bien es cierto que Dios está presente en toda su creación, ya desde su Alianza con los judíos ha separado, para su culto, un lugar (el templo) y un tiempo (el sabbath). Nuestra liturgia es sagrada y, por lo tanto, el espacio en el que se realiza también debe serlo.

Además, el templo nos ayuda a ordenar las partes y los roles dentro de la liturgia. El altar, la sede y el ambón se ubican dentro del presbiterio, un espacio reservado para el sacerdote. Las circulaciones, el mobiliario, la iluminación y la acústica nos ayudan a enfocarnos en el culto. Así pues, la arquitectura de nuestros templos da sentido a la liturgia, la materializa y la sacraliza. Santifiquemos nuestra liturgia con espacios y templos que reflejen nuestra fe.

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